Por muchos años me dediqué a escribir mucho más de lo que leo; sin embargo, nunca hice un curso de escritura ni me dediqué a ello profesionalmente. De hecho, ni siquiera enseñé lo que realmente escribo hasta ahora. Considero que solo soy una persona aficionada a la lectura.
El mes de agosto grabé una frase en mi cerebro que me gustó mucho; me la dijo Claudio, un querido amigo, después de una conversación en la que me decía que era importante abrir el corazón. La frase fue la siguiente: “Puedo leer los ojos de alguien que ha leído mucho, y los tuyos no son ojos de gran lectora”. A lo que respondí, “no tanto como tú”, entre risas. Ese encuentro me llevó a pensar mucho en mi infancia. Estas últimos años he estado conectando sinastrias tanto que contar sobre ese tema, pero me detendré en Quirón, tocando las heridas. Este encuentro con mi amigo ha sido una lección sobre el misterio de la vida. Y si nos ponemos religiosos: como Dios obra, los caminos nos ponen delante personas para enfrentar, a veces, nuestros peores miedos.
Aviso de contenido sensible en el texto: contiene un trauma emocional profundo. Aviso a mis lectores que quizás estén un poco más sensibles: pueden detenerse aquí o continuar sabiendo que habrá algo muy delicado a leer.
De niña, mis grandes amigos fueron los libros.Mi psicólogo solía decir que no eran lecturas “adecuadas” para una niña pero yo me refugiaba entre las páginas de Kant, Camus y Nietzsche entre otros,mi infancia y adolescencia estuvo atravesada por la muerte y por preguntas demasiado grandes para mi edad.
Mis visitas semanales al Hospital Clínic de Barcelona duraban entre veinte y cuarenta minutos. Caminaba hasta allí con calma, siempre con una parada obligada en un pequeño café, antes o después de la terapia. Con el tiempo, esas caminatas se convirtieron en parte del proceso a día de hoy siguen siendo un refugio para mis amigos o familia simplemente soy callejera y adoro estar en movimiento.
Recuerdo con claridad las tardes en su consulta, en Barcelona. Siempre había un tablero de ajedrez sobre la mesa. Entre partida y partida hablábamos de mis miedos, de mis ideas y de mi forma de entender el mundo. Una vez le hablé sobre Alexander McQueen y su suicidio. Quizás yo estaba demasiado obsesionada con morir joven. En terapia comentábamos como lo que yo leía formaba ese pensamiento,fue ahí cuando me sumergí en la literatura japonesa.
Pasaron muchos años así, hablando de todo con Fernando —así se llamaba mi psicólogo—. Compartimos tantas sesiones, tantos silencios y tantas preguntas que, un día, desde Tokio, le escribí un correo corto, pero definitivo: “Estoy bien. Ya me doy de alta”
Encontrar un propósito del alma.
Los últimos cinco años de mi vida los he dedicado a buscar raíces en los problemas para sanar. He sido guiada por terapeutas menos convencionales, porque al final los dolores del alma repercuten en el cuerpo. En pandémia entré en el mundo de la astrología. Podemos creer o no en ella, pero, de algún modo, me ofreció pequeñas claves a mis grandes interrogantes y abrió puertas a casualidades, al misterio y a mi propia intuición.
Hace unas semanas comencé a perder la visión. El diagnóstico fue puesto sobre la mesa yo me negué a creerlo pero ayer se confirmo así que me vi animada a comenzar a escribir una vez más. Aun así, en medio de esa negación, decidí seguir buscando respuestas.
Este año, curiosamente, me acompañó el número 555, un número que jamás había notado antes. Todos hablan del 11:11 y de sus deseos místicos; en mi caso, era el 555 el que aparecía, una y otra vez. Quizás escribiré sobre ello con más detalle en otro momento.
Buscando respuestas a aquello que uno no quiere ver, llegué —gracias a un encuentro inesperado— a sumergirme nuevamente en algo que creía haber olvidado una vez más marcado por el número 5 .
Ya no recuerdo qué edad tendría, pero sí recuerdo aún el momento en que cerré mis ojos: el bus escolar atropelló a una niña. Para mi mala suerte, yo iba sentada atrás, en el asiento final del bus, cuando sentí que el bus aplastaba algo. Yo miré y, en ese momento, estaba todo teñido de rojo. Me tapé los ojos y grité. Aún siento el sabor del agua con azúcar que me dieron para calmarme. Lamentablemente, una pequeña niña murió en el acto; le reventaron la cabeza y yo sentí y vi todo. Yo estaría en primero o segundo básico. El otro día llamé a mi madre para preguntarle cómo actué después de semejante evento. Me tiembla el cuerpo de escribir esto, pero eso formó un carácter en mí, donde la muerte ha estado presente a lo largo de mi vida solo recuerdo las pesadillas y las sombras que veia incluso una noche grite mamá la niña esta aquí me quiere decir algo. Atormentada con fantasmas desde mi niñez otra perdida fue la de una mejor amiga a la cual le decía gemela por el corte de pelo, olvide su nombre, pero todos decían que era igual a mí, se suicidó cuando yo iba en quinto, quizás no entrare en detalles de ese momento solo recuerdo los caquis del árbol, nunca me gusto esa fruta desde aquel momento. Creo que yo cursaba octavo básico cuando mi abuela murió de un derrame cerebral. Antes de eso, mi tatarabuela llamada Laura murió a los 106 años, 10 para las 6 de la mañana. Aún recuerdo al cura hablando de la longevidad y larga vida haciendo alusión a la hora de este evento yo recuerdo que era muy alta, y para que el cuerpo no se moviera, tenían que poner un cojín. En aquel momento, yo, siendo una niña, recuerdo el cojín de terciopelo mostaza y el olor a naranja en la estufa porque hacía frío. Ese era mi cojín favorito. En honor a ella me pusieron Laura. Casada con un banquero, mi bisabuela Berta Santander me abrazaba mientras yo, seria y enojada, reclamaba porque no le ponían otro cojín, porque se llevaba el mío, que me gustaba usar en la casa de mi abuela, donde estaban velando el cuerpo. Al final, después de pelear, me puse a rezarle y quedé como la niña más devota, con la biblia en las manos. Imaginen a una mini-Laura, biblia en mano, rezando los salmos.
La muerte siempre me acompañó, no como miedo; creo que siempre tuve miedo a vivir y a no saber qué sucedería. Me dediqué a leer. Odiaba a los niños de mi edad, siempre fui una niña solitaria, pero mi padre, semana a semana, me daba libros que yo devoraba. A veces le sacaba los que leía él. Ahí llegué incluso a escondidas a leer Pedro Lemebel, tan solo siendo una niña, no entendiendo sus palabras, pero sí muy consciente de que la homosexualidad era un tabú de la sociedad chilena. Mi padre, muy buen lector hasta el día de hoy, viene a mi departamento, y ahora es él quien se lleva mis libros japoneses. Nunca fui una persona familiar; nunca hablo de mi familia o de mi vida, pero sí siempre cuento historias. Y quizás, en el miedo de que la muerte se sienta cerca, me atrevo a contar pequeños relatos, no solo sobre mí, sino de mi manera de ver el mundo, políticamente hablando o sensiblemente, conectando, abriendo ese corazón y siendo una buena Géminis, comunicando.
Laura Ramos, escritora amiga, me entrevistó para Clarín en Argentina. Lo que puso como titular: “La bordadora insomne”. Me abrí a contar mi historia de cómo la crudeza de la vida en mí me hizo buscar los colores, cómo la música me llevó a lugares más profundos que la lectura. A mis 19 años creo que tuve amigos por primera vez. Soy muy sociable, ustedes lo saben, pero me costó por años relacionarme de verdad con las personas, por miedo a perderlas, porque de niña perdí personas valiosas. La muerte de mi abuela fue un golpe duro para mí, porque de esa mujer acuariana aprendí a ser quien soy. Transversal socialmente: ir a la feria, que yo odiaba, pero luego al Municipal a ver teatro, o hablar con sus amigos sobre las marinas y las exposiciones en el Bellas Artes. Vieja chica, me decían “pequeño Larousse” en el colegio. Rata sabia, nombrada por Aldo, mi muso inspirador en Barcelona, escorpio místico. Pero ya entraremos en esos detalles. ¿Puede una carta astral revelar toda esta historia? Por lo que vi y estudié: sí, y se llama Plutón en Escorpio, en casa 12.
Mi abuela Margarita me pedía que le leyera las cartas del tarot. Claro, yo era “la extraña”, la niña llena de fantasmas. Ella solía decir: “La Laurita tiene un don”. Aún la recuerdo. Esta semana soñé con ella; siempre que le contaba mis sueños, me miraba con atención.
Recuerdo mi cuerpo tumbado sobre su cama, escuchando música clásica el olor a damasco por eso adoro el perfume de diptyque Philosykos y los rayos del sol tocando mi cara de niña adoraba el piano.
Mi abuela me enseño ayudar a los demás ella junto a un doctor ayudaban a personas sin recursos a conseguir tratamientos y medicamentos me apoyaba en el arte incluso me llevó a un concierto de Roberto Bravo, el pianista chileno. Cuando dormía con ella, tenía un pequeño gesto de cariño que, a día de hoy, sigo guardando en la piel. Pienso en cómo, sin saberlo, Claudio un día repitió ese mismo gesto y tocó una herida dormida en mí.
A veces es lindo ser un fruto en la cúspide de un árbol y recibir esa luz del sol con los regalos de la vida.
Con cariño para mi familia y amigos pero sobretodo para la pequeña Laura que siempre ha tenido sonrisas y fuerza ante la vida.
8 de octubre 2025 2:06 am
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